Nunca me voy a olvidar la sensación tan
ochentista de mirar hipnotizado los chirimbolos electrónicos de la vidrieras en un
free shop de aeropuerto o de la zona baja de Encarnación. Ni hablar de alguna ciudad como
NY. Acá, en esos tiempos, no había nada. Un
walkman o una
videocasetera a menos de un metro de distancia era una sensación mágica y pecaminosa. El tema era mirarlos
nomás porque para nosotros eran inalcanzables, costaban una fortuna. Los instrumentos musicales siempre fueron venerados por mi así que le experiencia era doblemente intensa en las tiendas del rubro. En esa época comprar un
walkman era un delito federal y traerse un juego de cuerdas para la guitarra, traición a la patria.

Hace unos días reviví esa misma sensación ochentista pero esta vez frente la góndola de los lácteos, acá
nomás, en mi querida República Oriental del
Uruguay. Estamos
jodidos. Es asombrosa la diferencia que hay en la oferta de productos comparado con la Argentina. La variedad y especialmente la calidad. No solamente la de ellos mejoró
sensiblemente sino que la decadencia de lo nuestro da vértigo. La perdida del poder adquisitivo y el control de precios están haciendo un desastre. Lo que compramos acá como si fuera leche es un fluido blanco indefinido que podrá tener algo de leche recompuesta, vaya uno a saber. La manteca mejor ni averigüemos y el yogur una emulsión mas o menos viscosa con
saborizante de ocasión. Esto mismo se puede aplicar a casi todos los productos. El control de precios además condena a la desaparición a las segundas marcas y concentra la
participación de mercado en las empresas grandes. Éstas
inexorablemente terminan resignando calidad. Y cuidado, porque todo lo eficaces que son para controlar los precios, no lo son con los controles
bromatológicos.
Cuídense compañeros porque nadie lo va hacer por ustedes.